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El país revive el drama de las persianas bajas. Esta vez no es un virus, sino las decisiones económicas del gobierno, que destruyen empleos, empresas y sueños colectivos.
El silencio de las calles durante la pandemia era sobrecogedor. Persianas bajas, plazas desiertas, fábricas detenidas: una economía entera suspendida como un cuerpo que respira apenas. Nadie trabajaba, nadie compraba; la rueda del consumo se había quebrado y, con ella, el pulso de miles de familias. Aquellos meses dejaron cicatrices profundas: comercios fundidos, ahorros evaporados, vidas desmoronadas en la soledad de las cuarentenas.
Hoy, extrañamente, ese mismo silencio regresa. No por un virus, sino por decisiones políticas. Una nueva pandemia (esta vez económica y autoinfligida) avanza sobre el país. No necesita barbijos ni alcohol en gel: se propaga con decretos, recortes y un ajuste que clausura sueños como antes se clausuraban negocios.
Los números son la radiografía de esta enfermedad: más de 223.000 puestos de trabajo destruidos, de los cuales casi 100.000 corresponden a la administración pública, defensa y seguridad social. Las torres de empleo caen como fichas de dominó. La construcción perdió 80.000 puestos, el transporte y la logística 55.000, la industria casi 40.000. Como en la pandemia, la economía se contrae y las persianas vuelven a sonar como truenos que anuncian vacío.
El paralelismo es inevitable. En la pandemia sanitaria, la causa era un enemigo microscópico, invisible, que obligaba al aislamiento. En esta pandemia política, el virus son las decisiones económicas: la contracción fiscal, la devaluación, la liberación indiscriminada de precios, el desfinanciamiento de las provincias. En ambos casos, el resultado es el mismo: caída del consumo, parálisis productiva, comercios cerrados, familias sin horizonte.
Las cifras empresariales son aún más elocuentes: 15.564 empleadores desaparecidos en un año y medio, el 99,6% de ellos pymes, las mismas que sostienen la vida cotidiana de barrios y ciudades. Durante la pandemia, muchos cerraron por obligación. Hoy, cierran porque la demanda se desplomó, porque una familia para alimentarse compra a crédito, porque las reglas del juego fueron borradas en nombre de la “eficiencia y la libertad”.
La pregunta, entonces, no es solo económica, sino ética. ¿Cómo puede un país atravesar dos veces la misma catástrofe en menos de una década, primero biológica y ahora política? ¿Qué sentido tiene sacrificar trabajo, producción y comunidad en nombre de un ajuste que multiplica la pobreza?
La pandemia sanitaria nos dejó la certeza de que la economía sin gente es un desierto. La pandemia política nos recuerda que las decisiones de un gobierno pueden ser tan letales como un virus. La diferencia es que esta vez no hay vacuna posible, salvo la memoria y la acción colectiva para impedir que el silencio de las calles se vuelva costumbre.
24° 
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