Dicen que una nación se reconoce por las historias que decide contar. Y, sin embargo, hay momentos en que las historias parecen contarse solas, con la obstinación de lo inevitable. En una mañana de diciembre, cuando los primeros F-16 daneses descendieron sobre Río Cuarto, el aire olía a pintura vieja, a gloria ajena, a metal que ya había visto demasiados inviernos. La ceremonia se narró como un triunfo. Pero, como siempre en Argentina, la realidad solía esconderse un paso detrás del telón, allí donde pocos quieren mirar.

Los aviones venían con simuladores, motores de repuesto y promesas de treinta años de respaldo. También venían con un costo que desafía la razón: cientos de millones de dólares, más un paquete de armamento que duplicaba la factura. Cada hora de vuelo costaría lo mismo que alimentar a un barrio entero por un mes. Y aun así, se dijo que era necesario, imprescindible, inevitable. Una palabra que en política funciona como un hechizo: inevitable. Cuando alguien la pronuncia, el juicio crítico se entumece, como si el destino hablara por boca ajena.

Pero había otra historia, una más silenciosa. La de las pistas que se desmoronan, los hangares que apenas sostienen su sombra, las máquinas obsoletas que ya no responden. La Fuerza Aérea, operando a media vida, mantenía sus aviones en tierra más horas de las que podía admitir. Y aun así, se compraron aparatos que otros países rechazaron por viejos, por gastados, por incompletos. Aparatos sin radares para mirar las Malvinas —ironía trágica para un país que lleva esa herida en su nombre.

Mientras tanto, en los márgenes donde habita lo urgente, el ajuste avanzaba con precisión quirúrgica. Centros de discapacidad paralizados por una ley suspendida. Jubilados que veían bonos restringidos y vetos que caían como negativas repetidas. Provincias ahogadas por recortes. El gobierno celebraba el déficit cero como si fuera una revelación, aunque el costo moral pesara más que las cifras.

Y así, entre recortes a quienes menos tienen y aviones que miran hacia un cielo que no protege a nadie, la pregunta inevitable vuelve a surgir: ¿qué historia estamos eligiendo contar?

Porque toda nación, como todo individuo, se define por aquello en lo que decide invertir su único recurso irreemplazable: la dignidad.

Tal vez, algún día, recordemos que ningún país se construye mirando hacia arriba si primero no aprende a mirar hacia los costados.